Se debe ser meticuloso, detallista, y cuidadoso; tener ojo de águila y amar la perfección para crear una joya. ¿Qué implica amar la perfección? Ser paciente, prolijo en el proceso y estar dispuesto a tener que volver a empezar, aún así, se esté por terminar. Crear joyas no solo es crear belleza, es desarrollarse como ser humano en el arte del dominio de uno mismo y de la resilencia para enfrentar situaciones complejas. El proceso empieza con la maleación de los metales a fuego vivo, éstos deber ser seleccionados y pesados; se debe medir con exactitud el metal para la maleación, tener el espacio despejado, las herramientas a la mano. Cuando se enciende la antorcha del soplete es cuando empieza la magía.
De a poco, los metales van tomando temperatura. Toma unos minutos. Primero cambian de color: la plata se vuelve blanca y el oro se torna amarillo seco. Llegado el punto de fusión, se encienden en rojo vivo y cambian al estado líquido como por un encantamiento. Se esparcen sobre el crisol y brillan como una superficie de agua. El metal de la maleable ha desaparecido y se ha hecho uno con el protagonista, ahora son un solo cuerpo. Por unos minutos más, al calor del fuego, danzan en el crisol hasta que llega el momento de volver a la sólidez.
Un solo giro sobre la lingotera, un solo vuelco de la muñeca con precisión para que tres segundos a temperatura ambiente vuelva a ser sólido.
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